Un cuento, leche y gofio
Crónica de un sabor
NOTA: El siguiente texto está basado en un recuerdo real, los detalles los he reconstruido para dar lugar a este relato semi ficticio.
Verano, 1996
En el costado naciente de la isla donde me crié, lo difícil es hallar sombra.
Mientras conduces hacia el sur, el sol te persigue desde el reflejo del Atlántico. El viento empuja y te revuelve el pelo silbando como un hermano mayor, impertinente, ante los ojos de su madre.
En aquella época, a mí aún no me dejaban sentarme en el asiento delantero, donde se hablaba de las cosas interesantes.
Llegamos y aparcamos en un crujido de tierra. Al entrar, necesitamos unos segundos para adaptar la vista a la oscuridad y convencer al resto de sentidos de que ya no estábamos en el exterior. Salitre y viento dieron paso a la calma y a un aroma a cereal recién molido flotando en el aire estanco.
Atravesé la humedad láctea que flotaba en el espacio y arrugué la nariz por el tufo a coronilla animal que fluía compitiendo con la delicia inminente de algún guiso de carne.
Un murmullo humano, allá al fondo, confirmaba que aquello no era una granja. Así que seguimos con sigilo, croc, croc, croc, hacia la luz que asomaba entre estanterías y estanterías de anticuarios haciendo fila, sin tener que ver unos con otros: un reloj, una bicicleta una guitarra vieja, utensilios de cocina, plantas y fotografías de personas antiguas, también.
El olor nos guio hasta un altar de madera donde se erguía una tonelada de la belleza bovina que explicaba el dulce hedor de aquel lugar que se acababa de convertir en magia.
Margarita era del color de la canela y del gofio bien tostado. Masticaba con desgana un palillo de paja, dejándose ordeñar por una niña de unos trece años que, con un pañuelo en la cabeza y destreza, extraía con ambas manos y con ritmo el jugo blanco amarillento que aterrizaba, gruñendo a dos tiempos, en un cubo de metal.
Al otro lado del altar me ignoraban varios grupos de adultos sentados en mesas de madera colmadas de carne, pan, queso, potajes y vasos de leche.
Margarita me miró (¡a mí!, que no llegaba ni a donde guardaban los flanes en la nevera) y luego dirigió la vista, impertérrita, hacia la pared del fondo: esos ojitos cansados...
—Ella está bien —contestó la niña a mi pensamiento—. Ahora se va a la finca a comer pasto y a echarse la siesta. ¿Tú quieres probar la leche, mi niña? —incquirió la jovencísima vieja.
Se limpió el sudor de la frente y me acercó un vaso. Henchida de orgullo, le hincó una montaña de gofio que se fue hundiendo como arena en la espuma.
Se quedó esperando mi reacción.
—Revuelve —me ordenó la improvisada sumiller.
Me atravesó antes de llegar a la boca: la espuma, pesada como el merengue y el néctar animal, dulce. Un calor amable y natural en las manos que sostenían la leche fresca, aún caliente. El abrazo cálido y tierno primero en la garganta y luego en la barriga.
Absorbí el brebaje con el afán de un lactante, con los ojos cerrados me rendí al cuidado como si una mano gigante me estuviera meciendo hacia un sueño familiar.
De pronto di un respingo y me encontré en el sofá de mi abuela, mirando de reojo Los Simpson, mientras ella me preparaba un biberón de gofio. Ese olor a maíz tostado diluyendo sus partículas secas en la leche… Ese olor no se olvida. Porque así es como huele el amor incondicional.
Otoño, 2025
Unos veinte años después llego al mismo lugar, conduciendo yo esta vez, con el pelo igual de alborotado y el mismo deseo de huir del sol. Me recibe un cartel: Vaquería Las Salinas, junto a otro que anuncia Helado artesanal. Conmovida por la curiosidad, entro.
Croc, croc, la tierra sigue ahí.
Tic, tac, el reloj viejo, también.
En realidad, casi todo está: más pequeño, menos impactante, pero ahí. También se oye el murmullo humano, aunque el olor ya no está. Tampoco Margarita.
Tantas vueltas ha dado la manivela de ese reloj... ¿Por qué será que los recuerdos parecen de color ocre? En contraste, la realidad ahora es azul, más fría, más madura. Hay que saber mirar para encontrar la magia que un día hospedó un lugar como ese.
Me recibe un hombre con una sonrisa de oreja a oreja:
—¿Qué quieres comer, mi niña? Tenemos bocadillo de pata —para chuparse los dedos—, ¿unas papitas arrugás?, ¿una ropavieja?
Le digo que sí a todo.
Y un vaso de leche, por favor.
-FIN-
NOTA: La Vaquería Las Salinas existe. Es un restaurante de comida típica canaria ubicado en la Playa de Arinaga, en el sureste de Gran Canaria, donde el viento no deja nunca de soplar. No recuerdo si lo de la vaca fue real o inventado, si fue cosa de una vez o si siempre estuvo allí.
Aún se puede entrar, escuchar el croc, croc de la tierra bajo los zapatos y sentarse a comer carne de cochino, almogrote o probar sus helados artesanales.
El lugar, que durante años fue una vaquería en activo, se ha convertido hoy en un pequeño restaurante familiar. En su interior sobreviven el reloj antiguo, los muebles de madera oscura y el aire cálido que huele —todavía un poco— a cereal tostado.







Me ha encantado este cuento.
La historia es única y tuya, pero la manera de describirlo me ha llevado por mi propia infancia; por los restaurantes ruidosos, las neveras con los flanes en la parte baja, los aparcamientos de picón… creo que la infancia de tantos y tantos niños canarios.